En junio de 1998 fui convocado a mi primera entrevista de trabajo. Con mi reciente licenciatura en psicología bajo el brazo y mi sonrisa más ingenua en el rostro me encaminé al hotel donde me habían citado. Seguramente me espera el director general de la compañía, pensé, que quiere conocer a su joven promesa. En mi mente ya se proyectaba una película en la que el trajeado señor X me escuchaba atentamente, admirando profundamente mis logros y riendo a carcajada limpia mis bromas, para luego darme una palmada en el hombro y decirme:

—Hijo, bienvenido a bordo. ¡Esperamos grandes cosas de usted!

Esta ensoñación se desvaneció justo a tiempo para percatarme de que otros 200 candidatos habían sido citados en el mismo hotel que yo, lo cual me sumió por momentos en una considerable crisis de autoestima. A pesar de eso, y todavía no sé cómo, superé la primera criba y fui, entonces sí, citado para una entrevista personal.
No sólo recuperé la esperanza, sino que mis ilusiones se vieron alentadas por haber superado la primera prueba. Si iba a sentarme cara a cara con el trajeado señor X, tenía que estar a la altura de las circunstancias. En una empresa como aquella seguro que se miraba mucho la imagen personal. Por eso cogí mi mejor uniforme de camarero y, ensanchando al máximo los límites de la palabra conjuntar, le incorporé una chaqueta y una corbata prestadas por mi padre.
Lo primero que hizo el tío en vaqueros y polo que me abrió la puerta fue mirarme de arriba abajo como preguntándose: «y éste de dónde sale».
Mi entrevistador se colocó a unos centímetros de mí, sin mesa de por medio ni nada que aliviara el peso de aquella mirada penetrante. Mis sudores, tembleques y balbuceos empeoraron cuando empezaron las preguntas. Preguntas extrañas, desconcertantes, del tipo: «¿qué es la mente?». Sin embargo, tal vez precisamente por lo surrealista de la escena, pronto comencé a coger confianza. Tanto que cuando el hombre me preguntó si sabía lo que era la gestión por competencias, y yo le dije que sí, y él me dijo que se lo explicara, y yo se lo expliqué, y él me dijo que no era del todo correcto… tanto, digo, que cuando aquello ocurrió, me puse a discutir con mi entrevistador sobre el tema, argumentando que yo venía de trabajar en un bar y que la gestión por competencias tenía mucho más que ver con la realidad, con las conductas reales y espontáneas de las personas, que con sus elucubraciones filosóficas y alejadas del mundo tangible…
No conseguí el trabajo. Todavía hoy sigo pensando que yo tenía razón. Pero mi error fue hacérselo saber a una persona que me sacaba diez años y que se suponía que tenía que contratarme.
No fue mi único error. En realidad creo que los cometí todos: falta de planificación de la entrevista, falta de preparación y de adecuación a la cultura y al estilo de la empresa, falta de desenvoltura, falta de asertividad primero, falta de humildad después… Fue un auténtico despropósito. Y encima me había hecho tantas, tantísimas ilusiones, que el fracaso cayó sobre mi traje de camarero como un cubo de agua helada, y pasé los siguientes dos meses arrastrando mi frustración por el mundo.
Menos mal que equivocarse es la mejor manera de no volver a equivocarse. No hubiera obtenido el éxito en otras entrevistas de no haber sido gracias a la peor entrevista de mi vida.

Una historia real de:
José Enrique García
Presidente de la Fundación Equipo Humano y Director General de Equipo Humano
@JEGarciaLlop
jegarcia@equipohumano.com

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